Um mundo sem lei
Texto: Elaine Tavares
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El horizonte de las anchas alamedas se ha complicado y los matices se han multiplicado, pero la intención de recorrerlas sigue ahí, y el llamado del presidente heroico sigue vigente.
Rafael Cuevas Molina / Presidente AUNA-Costa Rica
La voz de Allende, que escucharon atónitos los chilenos el 11 de septiembre de 1973, nos sigue llegando como desde las profundidades, lejana, entrecortada, heroica, esperanzada a pesar de las bombas y el asedio. La frase que alude a las anchas alamedas es hoy un símbolo y un acicate para no perder la esperanza de que “más temprano que tarde…”, a pesar de las circunstancias que la mayoría de las veces nos nublan la vista, podremos ver o transitar esas alamedas utópicas.
La evocación de ese Chile puede hacerse hoy, cincuenta y un años después, desde dos perspectivas: la que acentúa en la debacle que siguió después de ese día fatídico, la de la represión implacable y la aplicación del neoliberalismo por la vía del shock del que habla Naomi Klein, y la que resalta la permanencia de la visión esperanzadora del Allende a las puertas de la muerte, que no pierde la confianza en el ser humano y las luchas que emprende.
En el mundo caótico que hemos construido, al borde del cataclismo climático y de la guerra nuclear, uno podría preguntarse cómo son en la realidad esas anchas alamedas que el presidente no dudaba que algún día transitaríamos. Para no ir muy lejos, pensar si el Chile en el que gobierna Gabriel Boric -quien de alguna forma se dice heredero, o continuador o, cuando menos, afectivamente vinculado al de la Unidad Popular de los años setenta- forma parte de esas alamedas que imaginó Allende en medio del humo de la metralla y las bombas que lanzaba sobre La Moneda la aviación chilena.
No se trata aquí de hacer un juicio crítico del gobierno chileno actual, sino de preguntarnos sobre el carácter de esas alamedas entonces evocadas, que hoy escapan a la dicotomía que prevalecía en esos años en América latina: la vía pacífica o la vía armada para “tomar el poder”.
Hoy, el panorama de las opciones -o posibilidades- parece mucho más amplio, aunque, tal vez, sea solo un espejismo: antes, salirse de los límites de lo establecido por la democracia “burguesa” era una opción que se barajaba como posibilidad, como contrapartida a la otra, que apostaba por quedarse en ese marco.
En la actualidad hablar de “la vía revolucionaria” hace que aparezca un rictus de desdén o burla en el rostro de muchos, porque “las circunstancias son otras” y eso queda fuera del rango de las posibilidades. El abanico de caminos que se presenta ante nuestra vista está, pues, restringido al de la otrora llamada “vía pacífica”, y quienes aún hoy sobreviven como rémoras o huellas fosilizadas de esa vía armada, como sucede en Colombia, están en vías de extinción.
Es, entonces, en el marco de las pautas, normas y límites de la democracia liberal desde donde hoy parecen que deben avizorarse esas alamedas. Apellido como “liberal” a esta democracia que nos marca los límites y nos indica las posibilidades porque, aunque en el mundo se discute ampliamente sobre los distintos tipos de organización socio política a los que podríamos llamar democracia, la que prevalece es esta, y en base al cumplimiento de sus preceptos es que se juzga si se cumplen las reglas o no, si se es aceptable en el concierto de la comunidad internacional cuyo horizonte en muchas oportunidades se siente incómoda -o rechaza de plano- los preceptos que en los años setenta asociamos con las anchas alamedas.
Traigo a colación el caso de Venezuela, ahora que está en la picota, porque precisamente ahí se encuentra en tensión todas estas discusiones: ¿Qué tipo de democracia queremos o necesitamos? ¿Quiénes tienen el manual que indica qué es democrático y qué no?
Es decir, el horizonte de las anchas alamedas se ha complicado y los matices se han multiplicado, pero la intención de recorrerlas sigue ahí, y el llamado del presidente heroico sigue vigente.
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