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Pagaremos los platos rotos

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Por IELA em 22 de março de 2022

Pagaremos los platos rotos

Foto: Fernanda LeMarie

 ¿Quién paga los platos rotos de la época de desorden y reacomodo del poder mundial que nos toca vivir? Nosotros, los de a pie. A unos más y a otros menos, a unos ahora y a otros después. A los ucranianos les toca en este momento, junto a los iraquíes, los afganos, los sirios, los libios y los yemeníes, pagar el mayor importe de los platos rotos. 
Nosotros, en América Latina, hemos pagado muchas veces los platos rotos. Hemos sido y seguimos siendo daños colaterales, víctimas de los tira y encoje entre los grandes intereses. Nosotros ponemos los rostros demacrados, el llanto, el material para que se nutran las pantallas desde las que nos miran mientras se cena o se toma un refresquito para calmar el bochorno.
Hemos estado, como ahora los ucranianos, en el foco de la atención de los buitres de la información que planean sobre nosotros. Hemos conocido a sus “enviados especiales”, avanzadillas del morbo y del voyerismo de quienes no saben qué escoger, si la última serie de Netflix o la fila de tanques rusos aproximándose a Kiev.
Los de a pie sabemos por experiencia propia que ser el centro de la atención de todos estos carroñeros es volátil. Se desplazan por todo el orbe movilizando su inconmensurable aparato triturador que, por breves instantes, focaliza todos los reflectores en algún “agujero de mierda” (según el diccionario trumpiano).
En profundo “agujero de mierda” han transformado a Ucrania. Han azuzado a los perros de la guerra, erigido héroes de pacotilla y transformado sus bien iluminados hemiciclos en circos en los que se rasgan las vestiduras. Y nosotros caemos en el juego. Nos peleamos y resentimos entre amigos, tomamos partido, responsabilizamos a unos y argumentamos. Hasta llegamos a saber nombres de lugares que, dentro de poco, cuando los reflectores cambien de sitio, olvidaremos inmediatamente.
Por ahora, ya hemos encontrado la personificación del mal al que hay que odiar incondicionalmente, frente al cual podemos descargar nuestra ira y nuestra frustración cotidianas, ante los cuales podemos hacer brillas nuestros valores refulgentes. En expertos sobre el agujero de mierda de turno nos hemos vuelto todos. Estamos tan embebidos en este nuevo foco de atención que ya nos olvidamos de la pandemia, que nos ha aterrorizado y dividido durante los últimos dos años. Para combatir la nueva peste no se han de usar mascarillas sino apertrecharse de tanques. Ya no se discute sobre la saturación de las ucis sino sobre la bomba atómica. 
Somos quienes pagamos los platos rotos, pero, en buena medida, nos lo merecemos. Somos pequeños animales asustados que corremos de aquí para allá como parte del rebaño aterrorizado. Lanzamos al aire nuestros rebuznos estentóreos y nos sentamos a esperar el aplauso de nuestros congéneres igual de perdidos que nosotros. Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra. Si eso se dice con tal contundencia en un texto tan antiguo como el Nuevo Testamento, quiere decir que poco hemos avanzado. Más bien con lo que avanzamos retrocedemos: ya no nos lanzamos piedras sino misiles. No amenazamos con derribar los muros que fortifican la ciudad del enemigo de turno con pesados arietes, sino con borrar todo vestigio de vida de la faz de la Tierra. 
Quién sabe cómo terminará todo este maremágnum en el que nos encontramos imbuidos, en el que los que están de salida del dominio del mundo se van del escenario arremetiendo con uñas y dientes, y quienes se quieren posicionar en los nuevos sitiales de honor entran empujando a todos con los codos para estar en primera fila. Lo que sí es cierto es que nosotros, los que eventualmente seremos calificados de sudacas, de oscuros migrantes criminales o de bárbaros amenazantes de la periferia, seres secundarios que ni pinchamos ni cortamos en los encontronazos de los grandes mastodontes, somos los que pagaremos los platos rotos. 
 

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