Equador: o passado de volta
Texto: Elaine Tavares
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Desvirtuando los contenidos de los Acuerdos de La Habana, que el gobierno de Juan Manuel Santos ha querido legitimar a través de un plebiscito, la polarización y la crispación como estrategia política han probado una vez más su eficacia. Entre los efluvios, las opciones por el Si y el No se han caricaturizado y adulterado. Tanto, que ya no hace falta explicar o remitir a los contenidos concretos de los Acuerdos, ni a los procedimientos, escenarios, incluso penalidades que incluyen. Si antes de los Acuerdos la gente no leía los reportes habaneros, ahora si que menos. Es decir, va ganando la propuesta pugilística del uribismo. Es lo que propone sin ningún rubor un tal Saúl Hernández, lamentable columnista de El Tiempo, cuya argumento más profundo es promover la transmisión en directo de un cara-a-cara entre Santos y Uribe. Así se solucionan para él cincuenta años de guerra. “Cómo será el papá”, diría entre dientes William Guillermo. ¿En qué podría consistir, entonces, un escenario pedagógico, para que la sociedad colombiana conozca, por lo menos, los contenidos de los Acuerdos, y pueda decidir en consecuencia?… ¿será una tarea de ingenuos?… Lo que sí queda claro es que ese escenario ya no puede construirse sólo con una serie de cátedras, ni de discursos por las plazas y calles colombianas, que lo más probable es que se consideren una provocación y una incitación a la agresión física. El típico procedimiento uribista de “le voy a dar en la cara marica”. Desde aquella dulzura presidencial, cualquier intento en el país de convencer con argumentos es inútil, una auténtica maricada. Al respecto sigo creyendo que la alternativa más eficaz es recurrir a la acción simbólica, una herramienta que desde las inalcanzables profundidades de lo cifrado, resiste la invitación a las trifulcas en los fangales. Qué pena con Saúl. Específicamente, deberíamos recurrir al dispositivo de la expiación como tercera vía, no sólo de las campañas por el plebiscito, sino del posconflicto en general, considerando las palabras de Erich Fromm, quien en su ‘Anatomía de la destructividad humana’ alude a la ley de los Yacuto: “la sangre del hombre, si es derramada, requiere expiación” Y habría muchos ejemplos exitosos de intervenciones expiatorias desarrolladas en situaciones de violencia colectiva, de las que el presente escrito no puede dar cuenta. Sin embargo, uno de sus primeros y definitivos objetivos en Colombia, debería orientarse a hacer conocer la dimensión de nuestra tragedia, y promover su apropiación. Hoy a los colombianos les impactan más los degüelles del Estado Islámico, que las imágenes de la multitud de coterráneos desmembrados y picados. Nuestra guerra aún no es real, no la hemos asimilado. Es una guerra ajena, una herida que nos rehusamos a reconocer. Nos miramos en el espejo histórico, y vemos el reflejo de otro. Y si aún no podemos reconocernos en las más de seis millones de víctimas que entre desplazados, desaparecidos, asesinados, secuestrados, torturados, afectados por acciones terroristas, de reclutamiento forzado y violencia sexual, ha arrojado desde 1984 el conflicto colombiano; entonces, ¿cómo vamos a saber por qué y para qué es el Acuerdo?… Llevados por el contagio violento, entre nosotros la muerte se ha cosificado, y en la anestesia producida por la borrachera hemofílica, ya no vemos ni sentimos cuando nuestra mano se alza sobre un prójimo. Y no es, como aseguraba Stalin, que “una muerte es una tragedia; y un millón de muertes una estadística”. Sino que una sola muerte acaso requiere la identificación de un culpable, y un millón de muertes una obligatoria expiación. Es lo que aún no quiere aceptar el uribismo, que por conveniencia y mezquindad, se empeña en personalizar y buscar el culpable de un producto histórico horroroso, del que ha participado, y no quiere que se sepa. La expiación no se trata, pues, de mostrar las entrañas al aire de las víctimas, como lo requiere el espíritu rupestre y equino del uribismo, empeñado en mantener aterradas a las personas. Una estética con la que –escribía alguna vez Klim en El Tiempo–, los uribistas han querido disimular las evidencias de su indiscutible sangre azul. Con mucho éxito, parece. Se trata, más bien, de aceptar que son nuestros, y de nadie en particular, los millones de muertos que aún deambulan por los aires de los campos y ciudades colombianas. Y que nos dispongamos a darles cristiana sepultura, para el descanso y vida eterna de éste puñado de muertos y aún vivos que desde hoy, invariablemente, ya somos en el futuro.
Publicado no blog da autora: http://gusanoenlafruta.blogspot.commsingapur@yahoo.es
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