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Costa Rica: todo lo sólido se desvanece en el aire

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Por Rafael Cuevas Molina em 26 de setembro de 2024

Costa Rica: todo lo sólido se desvanece en el aire

San José  – Foto: John Coletti

Hasta no hace mucho, Costa Rica se autodefinió como “el país más feliz del mundo”. Actualmente, tal caracterización prácticamente ha desaparecido, porque los rankings internacionales que la posicionaban a la cabeza de sus listados la han ido relegando a puestos más bajos.

Sin embargo, hasta ahora el turismo, su principal industria -la mayor proveedora de divisas a las arcas del país- no da señales de resentimiento. Año con año, los informes del Ministerio de Turismo dan cuenta que sigue creciendo. Con seguridad se puede afirmar que pocos países en América Latina han sabido vender una imagen tan atractiva como la que Costa Rica posicionó en el mundo, sobre todo en Europa y Estados Unidos, de donde llegan verdaderas oleadas de turistas ávidos de zambullirse en el universo de fauna y flora que el país promociona como un paraíso.

Pero los ticos ven con aprensión cómo su atractiva imagen corre el riesgo de desmoronarse y dar al traste con la gallina de los huevos de oro. Su posición geográfica, la misma que la hace tan atractiva para ser visitada -con playas paradísiacas en el Caribe y el Océano Pacífico- se ha convertido en un imán para el trasiego de drogas, elevando los índices de criminalidad asociados a la lucha entre cárteles del narcotráfico. La Televisión Española, el diario El País, el New York Times y la Deutsche Welle han sacado reportajes que dan cuenta de esta situación, y ponen a temblar a quienes se durmieron en sus laureles acostumbrados a pensar que en Costa Rica nunca pasaría algo así.

Por otro lado, el país cambia vertiginosamente también en otros ámbitos. Cuarenta años de políticas neoliberales han ido desarmando la institucionalidad de un Estado de Bienestar que permitió una estabilidad social y política excepcional en el contexto latinoamericano.

El deterioro del aparato estatal que le ha dado sustento; una clase política impulsora de medidas que han profundizado las desigualdades, al punto de situar al país entre los más desiguales del mundo; los escándalos de corrupción en las más altas esferas, protagonizados por políticos pillos que no han dudado en medrar de su posición privilegiada; la inoperancia de la administración pública; el descontento ante el poder judicial y sus resoluciones acordes con códigos desactualizados; la perdida de prestigio de la política y los partidos, que es vista como medio para el enriquecimiento personal; y el asentamiento de un sentido común neoliberal, ha creado un ambiente de disconformidad que, en la actualidad, ha sido aprovechado por políticos inescrupulosos y mediocres que se han erigido en portavoces espurios de esta insatisfacción.

Frustrados, impotentes y enojados, muchos costarricenses -sobre todo de los grupos sociales crecientemente marginados de la bonanza neoliberal- se sienten hoy representados por quienes ostentan los más altos puestos en el gobierno, especialmente el presidente, quien, al igual que ellos, se queja permanentemente de un estado de cosas que dice querer cambiar, pero que no lo dejan “los poderes establecidos”. Su imagen tiene un 55% de aprobación.

Instituciones emblemáticas, que han constituido blasones de una Costa Rica de clase media segura de tener instituciones públicas que le aseguraban salud y educación, son atacadas permanentemente como reductos de “ratas” (como les llama el presidente) que solo buscan mantener privilegios a costa “de los impuestos que todos pagamos”, lo que ha llevado a una polarización que es alimentada todos los días desde las más altas esferas del gobierno. Se trata de una estrategia que busca catalizar el descontento en provecho de la figura populista del presidente.

En el país hay, pues, un verdadero terremoto que pone en entredicho la misma identidad que lo ha caracterizado. Amplios sectores sociales se encuentran en verdadero estado de shock, perplejos y paralizados ante una avalancha que desconoce premeditadamente los relevantes logros del pasado y que, de un plumazo, pretende erigir un nuevo país que, sin embargo, no aparece diseñado en ninguna parte. Pareciera que la consigna fuera solo destruir.

En la América Latina contemporánea, Costa Rica no es la excepción. A escasos quinientos kilómetros de sus fronteras, en la misma Centroamérica, Nayib Bukele -con su propio estilo y acorde con las características propias de El Salvador- hace de las suyas, y las mediciones lo sitúan como el presidente más popular del mundo. En Argentina, ya se sabe -porque por ser un país más grande, de mayor gravitación en el contexto internacional, el caso de Javier Milei es bastante más conocido-; y en los Estados Unidos Donald Trump se acerca peligrosamente a un nuevo mandato en la Casa Blanca envuelto en una nube de insultos, mentiras e inventos.

Jamás habríamos pensado, hace veinte años, que tales especímenes podrían hacer carrera en la vida política de nuestros países. Pero ahí están, vociferantes y vanagloriándose de ser lo que realmente son: maquinas políticas del neoliberalismo extremo, que busca llevar hasta sus últimas consecuencias el sálvese quien pueda, aunque en el camino quede un tendal de muertos.

 

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