Início|Sem categoria|La farsa democrática y el desafío de reinventar una democracia para el futuro

La farsa democrática y el desafío de reinventar una democracia para el futuro

-

Por IELA em 16 de fevereiro de 2012

La farsa democrática y el desafío de reinventar una democracia para el futuro
Por  Samir Amin – Extraído da Tribuna Popular – DEBATE
16.02.2012 – En relación a lo que llama la “farsa democrática”, Samir Amin suscita una pregunta esencial: «¿Renunciar a las elecciones?» La respuesta es negativa pero lleva a un nuevo interrogante: “¿Cómo asociar nuevas formas de la democratización, ricas, innovadoras, que permitan de hacer de las elecciones un uso diferente al que conciben las fuerzas conservadoras?” Para Amin, ese es el desafío.
El sufragio universal es una conquista reciente, iniciada con las luchas de los trabajadores en el siglo XIX en algunos países europeos (Inglaterra, Holanda, Bélgica), progresivamente extendida al mundo entero. Hoy en día no hace falta decir, todo el mundo acepta, que la reivindicación de que el poder supremo delegado a una Asamblea elegida correctamente, sobre una base pluripartidista – sea legislativa o constitucional según las circunstancias – define la aspiración democrática y, (supuestamente, digo yo), asegura su realización.
El mismo Marx había cifrado grandes esperanzas en el sufragio universal. “una vía pacífica posible hacia el socialismo”. He escrito sobre ese punto que las esperanzas de Marx fueron desmentidas por la historia (cfr. Marx y la democracia). Creo que la razón de este fracaso de la democracia electoral no es difícil de descubrir: todas las sociedades, hasta ahora están basadas en un sistema doble de explotación del trabajo (cualesquiera sean sus formas) y de concentración del poder del Estado en beneficio de la clase dirigente. Esta realidad fundamental produce una relativa “despolitización/desculturización” de muy grandes segmentos de la sociedad. Y esta producción, de sobra concebida y aplicada para ejercer la función sistemática esperada de ella, es la condición simultáneamente de reproducción del sistema, sin cambios “otros que aquéllos que puede controlar y absorber, la condición de su estabilidad. Lo que se define como “el país profundo”, es decir, el país profundamente dormido. La elección por sufragio universal, en estas condiciones, es una garantía para la victoria garantizada del conservadurismo (aunque fuese reformador).
Esta es la razón por la que nunca hubieron cambios en la historia que hayan sido producidos a través de este método de gestión basado en el “consenso” (de no cambio). Todos los cambios con un alcance transformador real de la sociedad, incluso las reformas (radicales) siempre han sido el producto de luchas, conducidas por lo que puede aparecer en términos electorales como “minorías”. Sin la iniciativa de estas minorías que constituyen el elemento motriz en la sociedad, no hay cambio posible. Las luchas en cuestión, emprendidas de ese modo, terminan siempre – cuando las alternativas que proponen son clara y correctamente definidas – por implicar las “mayorías” (silenciosas al principio), o incluso ser ratificada a continuación por el sufragio universal, que viene después – no antes de – de la victoria.
En nuestro mundo contemporáneo, el “consenso” (del que el sufragio universal define las fronteras) es más conservador que nunca. En los centros del sistema mundial este consenso es pro imperialista. No en el sentido de que implique necesariamente el odio o el menosprecio de otros pueblos que son sus víctimas, sino en el sentido más banal que acepta la continuidad de la apropiación de riqueza imperialista, porque es la condición de reproducción de la sociedad en su conjunto, la garantía de su “opulencia” que hace contraste con la miseria de los otros. En las periferia, las respuestas del pueblo al desafío (al empobrecimiento producido por el despliegue de la acumulación capitalista/imperialista) siguen siendo confusas, en el sentido que transmiten siempre una dosis de ilusiones apegadas al pasado inevitables.
En estas condiciones el recurso “a las elecciones” siempre es concebido por los poderes dominantes como el medio por excelencia para frenar los movimientos, para poner coto al potencial de radicalización de las luchas. “Elecciones, trampa a tontos” decían algunos en 1968, no sin haber sido confirmado en los hechos. Rápidamente, una Asamblea elegida, hoy en Túnez y Egipto, para poner un término al “desorden”, para estabilizar. Cambiar todo para no cambiar nada. ¿Entonces? ¿Renunciar a las elecciones? No. Pero cómo asociar nuevas formas de democratización, ricas, inventivas, que permitan hacer de la elección un uso distinto de aquél que las fuerzas conservadoras conciben. Tal es el reto.
EL DECORADO TEATRAL DE LA FARSA DEMOCRÁTICA
Los padres fundadores de los Estados Unidos inventaron este decorado teatral, con la intención expresada con una lucidez perfecta de evitar que la democracia electoral se convirtiese en un instrumento utilizado por el pueblo para poner en tela de juicio el orden social, fundado sobre la propiedad privada (y la esclavitud!). Con este espíritu, la Constitución en cuestión está basada en la elección de un Presidente (una suerte de “Rey elegido”) que concentra poderes esenciales. El “bipartidismo”, al cual conduce naturalmente la campaña electoral presidencial, tiende progresivamente a pasar a ser lo que fue en adelante: la expresión de un “único partido” – por supuesto el del capital de los monopolios desde el final del siglo XIX – que se dirige a “clientelas” que piensan distinguirse las unas de las otras.
La farsa democrática se manifiesta entonces a través de una posible “alternancia” (en este caso de los Estados Unidos: los Demócratas y los Republicanos), sin que esto pueda satisfacer las exigencias de una alternativa válida (ofreciendo la posibilidad de nuevas opciones radicalmente diferentes). Y sin perspectiva de alternativa válida posible, la democracia no existe. La farsa está basada en la ideología del “consenso” (!), negador por definición del conflicto serio de los intereses y visones del futuro. La invención de las “primarias” que invitan el conjunto del electorado (¡sus componentes que denominan de derecha o de izquierda!) a expresarse para la elección de cada uno de los dos falsos adversarios acentúa aún más el desvío aniquilador del alcance de las elecciones.
Jean Monnet, un auténtico antidemócrata (¡razón por la cual se lo celebra en Bruselas como el fundador de la “nueva democracia europea”!), perfectamente consciente de lo que quería (copiar el modelo estadounidense), desplegó todos sus esfuerzos – una tradición escrupulosamente aplicada en la Unión Europea – para desposeer las Asambleas elegidas de sus poderes en el beneficio de “Comités de tecnócratas”. Sin duda la farsa democrática funciona sin grandes problema en las sociedades opulentas de la tríada imperialista (los Estados Unidos, Europa Occidental, Japón), porque está sostenida por los ingresos imperialistas (ref., mi obra, La ley del valor mundializado). Pero ella se refuerza igualmente en su potencia convincente por el consenso en torno a la ideología “del individuo” y por el respeto real de “derechos” (por ellos mismos conquistado a través de las luchas, lo que se olvida indicar), la práctica de la independencia del poder judicial (aún que la de los Estados Unidos, fundada sobre la elección de los jueces, destinados a halagar “la opinión”, se inscribe contra esta independencia), y la institucionalización compleja de la pirámide garante de los derechos.
La Europa continental no conoció la misma historia de un flujo sin escollos de las aguas del largo río tranquilo de la farsa democrática. En el siglo XIX (e incluso hasta en 1945), los combates por la democracia, a la vez los inspirados por la burguesía capitalista y las clases medias y los conducidos por las clases trabajadoras y populares, chocaban con la resistencias de los “antiguos regímenes”. De ahí sus proyecciones y retrocesos caóticos. Marx pensaba que esta resistencia constituía un obstáculo que los Estados Unidos ignoraban, para su ventaja. Estaban equivocados y subconsideraban que en un método capitalista “puro” (como el de Estados Unidos en comparación de Europa) la “sobredeterminación” de las instancias, es decir, la conformidad de las evoluciones consustanciales a la superestructura ideológica y política que se ajusta automáticamente a las que responden a las exigencias de la gestión de la sociedad por los monopolios capitalistas, produciría inevitablemente lo que los sociólogos convencionales califican de “totalitarismo”. Cuál se aplica del mundo capitalista imperialista más que a cualquier otro. Reenvío acá a lo que escribí en otra parte acerca de la “subdeterminación” y las aperturas que ofrece.
En el siglo XIX, en Europa (también en esa época, aunque en menor grado, en los Estados Unidos), los bloques históricos construidos para asegurar el poder del capital han sido, por la fuerza de las cosas –la diversidad de clases y de los segmentos de clases- complejos y cambiantes. Por ese hecho, los conflictos electorales podrían tener la apariencia de un funcionamiento democrático real. Pero progresivamente, con la sustitución de la dominación del capital de los monopolios por la diversidad de los bloques capitalistas, esta apariencia se difumina. El virus liberal (título de una de mis obras) hizo el resto: alinear progresivamente a Europa con el modelo de los Estados Unidos.
El conflicto entre las principales potencias capitalistas contribuyó a cimentar los segmentos de los bloques históricos, llevando la dominación del capital a través de del “nacionalismo”. Sucedió incluso – en los casos de Alemania e Italia en particular – que el “consenso nacionalista” haya substituido al programa democrático de la revolución burguesa.
La deriva hoy casi ha acabado. Los partidos comunistas de la 3ª. Internacional tentaron oponerse, a su manera, incluso si “la alternativa” (el modelo soviético) continuaba teniendo un atractivo discutible.
Habiendo fracasado en construir bloques alternativos durables, terminaron por capitular, suscribiendo la oferta al sistema de farsa democrática electoral. Así, la izquierda radical constituida por sus herederos (en Europa el grupo de la izquierda unida en el Parlamento de Bruselas) renuncia a toda perspectiva de verdadera “victoria electoral”. Se contenta a sobrevivir sobre los asientos plegables concedidos a las “minorías” (5% o 10% a lo más del “electorado”). Transformados en pandillas de electos cuya única preocupación es conservar estos lugares miserables en el sistema – que hace las veces de “estrategia”- la izquierda radical renuncia serlo verdaderamente. Que eso haga el juego de demagogos neo fascistas no debería, en estas condiciones, sorprender a nadie.
La sumisión a la farsa democrática es interiorizada por un discurso auto calificado de “post modernista” que, simplemente, se niega a reconocer la importancia de los efectos destructivos. Que importan las elecciones, lo esencial ocurre en otra parte, dicen: en la “sociedad civil” (concepto confuso sobre el cual volveré más adelante) dónde los individuos habrían pasado a ser lo que el virus liberal afirma que son – ¡mientras que no lo son! – los sujetos de la historia. La “filosofía” de Negri, que critiqué en otra parte, expresa esta abdicación. Pero la farsa democrática, que no es objeto de rechazo en las sociedades opulentas de la tríada imperialista, no funciona en la periferia del sistema. Allí, en la zona de las tormentas, el orden existente no se beneficia de ninguna legitimidad suficiente para permitir la estabilización de la sociedad. ¿La alternativa se dibuja entonces como filigrana en los “despertares del Sur” que señalaron el siglo XX y prosiguen sus caminos en el vigésimo primero?
TEORÍAS Y PRÁCTICAS DE VANGUARDIA Y DE DESPOTISMOS ILUSTRADOS
La tempestad no es sinónimo inmediato de revolución, sino solamente portadora potencial de avanzadas revolucionarias. Las respuestas de los pueblos de la periferia, inspiradas en el ideal del socialismo radical – al inicio al menos (Rusia, China, Vietnam, Cuba) – o en la liberación nacional y en el progreso social (en la época de Bandung en Asia y África, en América Latina), no son simples. Asocian, en grado variables, componentes de vocación progresista universalista y otras de naturaleza tradicionalista. Desanudar las interferencias conflictuales y/o complementarias entre estas tendencias ayudará a formular – más adelante – las formas posibles de avances democráticos auténticos.
Los marxismos históricos de la 3a. Internacional (el marxismo leninismo ruso y el maoísmo chino) han deliberada e integralmente rechazado el tradicionalismo. Han optado por una mirada hacia el porvenir, con un espíritu universalista emancipador en el pleno sentido del término. Esta opción ha sido sin duda, facilitada, en Rusia, por la larga preparación que ha permitido a los “occidentalistas” (burgueses) de triunfar sobre los “eslavófilos” y los “euroasiáticos” (aliados del Antiguo Régimen), en China por la revolución de los Taiping (reenvío acá a mi estudio: “la Commune de Paris et la Révolution des Taipings”).
Simultáneamente estos marxismos históricos optaban inmediatamente por una conceptualización del papel de las “vanguardias” en la transformación de las sociedades. Daban una forma institucionalizada a esta opción, simbolizada por el “partido”. No se puede decir que esta opción haya sido ineficaz. Al contrario fue ciertamente la causa de las victorias de las revoluciones en cuestión. La hipótesis de que la vanguardia minoritaria ganaría el apoyo de la inmensa mayoría se reveló fundada. Pero al mismo tiempo la historia posterior demostró los límites de esta eficacia. Ya que el mantenimiento de la parte fundamental de los poderes en las manos de estas “vanguardias” no es ajeno ciertamente a los desvíos posteriores de los sistemas “socialistas” que pretendieron establecer.
¿La teoría y la práctica de los marxismos históricos en cuestión fueron las de los “despotismos ilustrados”? No puede decirse sino a condición de que se precise lo que fueron y en lo que se convirtieron – progresivamente – los objetivos de estos despotismos ilustrados. En cualquier caso estuvieron hasta el final en su postura tradicionalista. Sus comportamientos respecto de la religión – asimilada al oscurantismo y a ninguna otra cosa – dan prueba. Me expresé a otra parte sobre los matices que se podrían aportar a este juicio (véase “La internacional del oscurantismo”). El concepto de vanguardia se adoptó ampliamente en otros lugares además de en las sociedades revolucionarias en cuestión. Fue la base de lo que fueron los partidos comunistas del mundo entero, de los años veinte a los años ochenta. Encontró su lugar en los regímenes nacionales populares del tercer mundo contemporáneo.
Por otro lado, ese concepto de vanguardia daba a la teoría y a la ideología una importancia decisiva, que implicaba a su vez la valorización de los “intelectuales” (revolucionarios, se comprende), o mejor de la intelligentsia. Intelligentsia no es sinónimo de clase media medianamente educada, menos aún de ejecutivos, burócratas, tecnócratas, o universitarios (las “élites” en la jerga anglosajona). Se trata de un grupo social que no emerge como tal sino en ciertas condiciones propias de ciertas sociedades y que se convierte entonces en un agente activo importante, a veces decisivo. Fuera de Rusia y China, encontramos un fenómeno análogo en Francia, en Italia y posiblemente en otros países, pero ciertamente no ni en Gran Bretaña ni en los Estados Unidos, ni tampoco en general en Europa del norte.
En Francia durante la mayor parte del siglo XX, la intelligentsia ocupó un lugar importante en la historia de ese país, siendo esto reconocido por los mejores historiadores. Allí encontramos posiblemente un efecto indirecto de la Comuna de París, en el curso de la cuál el ideal de la construcción de un estadio más avanzado de la civilización saliendo del capitalismo, se había expresado como en ninguna otra parte (cf. Mi artículo sobre la Comuna). En Italia, el Partido comunista de después del fascismo, cumplió funciones similares. Como lo analiza lúcidamente Luciana Castallina, los comunistas – una vanguardia muy sostenida por la clase trabajadora pero siempre minoritaria en términos electorales – verdaderamente construyeron por sí solos la democracia italiana. Ejercían “en la oposición” – de la época – un poder real en la sociedad bien ¡más importante que el que tuvieron más tarde asociados al “Gobierno”! Su verdadero suicidio, inexplicable de otra manera se debió a los líderes que sucedieron a Berlinguer. El fracaso provocó la desaparición, con ellos, del Estado y la democracia en la península.
Ese fenómeno de la intelligentsia nunca existió en los estados Unidos ni en la Europa protestante del Norte. Lo que se llama aquí la “élite” -la elección del término es significativa- no está de manera perceptible compuesta por otros que no sean servidores del sistema, aunque fuesen “reformadores”. La filosofía empírica / pragmática, que ocupa acá la escena entera del pensamiento social, ha ciertamente reforzado los efectos conservadores de las reforma protestante de la que propuse en otro lado su crítica ( El eurocentrismo, modernidad, religión, democracia). El anarquista alemán -Rudolf Rocker- es uno de los raros pensadores europeos que expresó un juicio próximo la mío; pero la moda quiere –desde Weber y contra Marx- ¡que la reforma protestante sea celebrada sin examinarla como una avanzada progresista!
En las sociedades de la periferia en general, más allá de los casos obvios de Rusia y China, y por las mismas razones, las iniciativas tomadas por las “vanguardias”, a menudo intelligentsistas, se han beneficiado con la adhesión y el apoyo de amplias mayorías populares. La forma más frecuente de estas cristalizaciones políticas cuyas intervenciones fueron decisivas en “el despertar del Sur” fue la (o) la de los “populismos”. Teoría y práctica despreciadas por las “élites” (al anglosajona – “pro sistema”), pero defendidas y en cierto modo rehabilitadas por Ernesto Laclau con argumentos sólidos que retomaré en buena parte por mi cuenta.
Por supuesto hay tantos “populismos” como experiencias históricas calificadas como tales. Los populismos a menudo se asocian a personajes dichos “carismáticos” cuya autoridad del “pensamiento” se acepta sin gran debate. Las proyecciones reales (sociales y nacionales) que se les asociaron en algunas condiciones lo llevaron que se calificaran a estos regímenes como “nacionales populares”. Se entiende que esas avanzadas nunca fueron sostenidas ni por una práctica democrática convencional, “burguesa”, menos aún por el esbozo de prácticas que van más allá, como las que a grandes líneas dibujaré como posibles más abajo en este texto. Fue el caso de la Turquía de Ataturk, probablemente la iniciadora del modelo para el Oriente Medio, después del Egipto nasserista, de los regímenes del Baas del primer tiempo, de la Argelia del FLN. Se habían desarrollado algunas experiencias similares, en condiciones diferentes, en los años  cuarenta y 1950 en América Latina. La “fórmula”, porque responde a las necesidades y posibilidades reales, dista mucho de haber perdido su potencial de renovación. Calificaré de buen grado como “nacionales populares” algunas experiencias en curso en América Latina, sin omitir indicar que en cuanto a la democratización estas empezaron indiscutiblemente con algunas avanzadas desconocidas en las que los precedieron.
Propuse algunos análisis relativas a las razones de los éxitos de los avances realizados en este marco en algunos países Oriente Medio (Afganistán, Yemen del sur, Sudán, Irak) que parecían más prometedoras que otros, y también las razones de sus fracasos dramáticos. En cualquier caso es necesario cuidarse de generalizar y simplificar, como lo hacen la mayoría de los comentaristas occidentales que informan sobre la única “cuestión democrática”, que reducen a la fórmula de lo que describí como una farsa democrática. En los países de la periferia, esta farsa toma generalmente la forma de una caricatura extrema. Sin ser “demócratas”, algunos líderes de regímenes nacionales populares fueron “grandes reformadores” (progresistas), carismáticos o no. Nasser es un buen ejemplo. Pero otros apenas fueron polichinelas inconsistentes, como Gadafi, o vulgares déspotas “no ilustrados” (por otra parte muy poco carismáticos) como Ben Ali, Moubarak y bien de otros. Por lo demás estos dictadores no dirigieron experiencias nacionales populares. Apenas organizaron el saqueo de su país por mafias asociadas a ellos mismos. Por lo tanto fueron simplemente como Suharto y Marcos los agentes de ejecución de las potencias imperialistas que por otra parte aclamaron y apoyaron sus poderes hasta el final.
EL TRADICIONALISMO, ENEMIGO DE LA DEMOCRACIA
Los límites propios de cada una y de todas las experiencias nacionales populares (o “populistas”) dignas de esta calificación se originan en las condiciones objetivas que caracterizan a las sociedades de la periferia del mundo capitalista/ imperialista contemporáneo. Estas condiciones son obviamente distintas. Pero más allá de esta diversidad algunas convergencias importantes permiten proyectar alguna luz sobre las razones de sus éxitos luego de sus retrocesos. La persistencia de aspiraciones “tradicionalistas” no es el producto del fuerte “atraso” del pueblo en cuestión (el discurso habitual sobre el tema) sino el de una medida correcta del desafío. Todos los pueblos y las naciones periféricos no solo fueron sometido a la explotación económica feroz del capital imperialista, sino que también a la agresión cultural. La dignidad de sus culturas, sus lenguas, sus hábitos, de su historia han sido negados con el mayor menosprecio. No es sorprendente que estas víctimas del colonialismo externo o interno (los indios de América) asocian naturalmente su liberación social y política a la restauración de su dignidad nacional.
Pero a su vez estas aspiraciones legítimas invitan a volver las miradas hacia el pasado exclusivamente, esperando encontrar allí las respuestas de las cuestiones de hoy y de mañana. El riesgo es entonces real de ver el movimiento hacia el despertar y hacia la liberación del pueblo interesado se encierre en callejones sin salida trágicos, en cuanto el “tradicionalismo” se toma como eje central del renacimiento buscado. La historia contemporánea de Egipto ilustra a la perfección la transformación de la complementariedad necesaria entre la perspectiva universalista abierta sobre el futuro, asociada a la restauración de la dignidad del pasado en un conflicto entra dos elecciones formuladas en términos absolutos: o “occidentalizarse” (al sentido vulgar del término, rechazando el pasado), o “retornar al pasado” (sin crítica).
El Virrey Mohamed Ali (1804-1849) y los Khédives hasta los años 1870 eligieron la opción de una modernización abierta a la adopción de las fórmulas de los modelos europeos. No se puede decir que esta opción era la de una “occidentalización” de pacotilla. Los jefes del Estado egipcio daban toda su importancia a la industrialización moderna del país y no a la adopción únicamente del modelo de consumo de los Europeos. Interiorizaban la asimilación de los modelos europeos, asociándola al renacimiento de la cultura nacional y contribuyendo a hacerla evolucionar en el sentido de la laicidad. Sus esfuerzos de apoyo a la renovación de la lengua dan testimonio. Ciertamente el modelo europeo en cuestión era el del capitalismo y seguramente no habían tomado conciencia exacta del carácter imperialista de éste. Pero no se les podría reprochar. Y cuando el Khédive Ismail declara su objetivo – “hacer de Egipto un país europeo” precede de 50 años a Ataturk y se propone asociar esta “europeización” al renacimiento nacional y no a renegar de él.
Las insuficiencias del Nahda cultural del tiempo (su incapacidad para comprender lo que había sido el Renacimiento europeo), y el carácter “tradicionalista” dominante de los conceptos del Nahda, sobre los cuales me pronuncié en otros escritos, no tienen misterios. Sin embargo es la visión precisamente predominantemente tradicionalista la que va a imponerse al movimiento de renacimiento nacional al final del siglo XIX. Propuse una explicación: la derrota del proyecto “modernista” que había ocupado el frente de la escena de 1800 a 1870 implicó la zambullida de Egipto en la regresión. Ahora bien la ideología del rechazo de esta decadencia se ha cristalizado en ese momento de regresión, con todas las taras que eso corría el riesgo de implicar. Los fundadores del nuevo Partido Nacional (Al hisb al watani), al final del siglo XIX, Moustapha Kamel y Mohamed Farid, eligen al tradicionalismo como eje central de su combate, como prueban entre otras cosas sus ilusiones “otomanistas” (apoyarse en Estambul contra los Ingleses).
La historia iba a probar la futilidad de esta elección. La revolución nacional y popular de 1919-1920 no fue dirigida por el Partido Nacionalista, sino por su adversario “modernista”, el Wafd. Taha Hussein retoma por otra parte el lema del Khédive Ismail: “europeizar” Egipto, sostener a tal efecto la nueva Universidad y marginalizar el Azhar. La tendencia tradicionalista, heredada del Partido Nacionalista, se desliza entonces hacia la insignificancia. Su líder – Ahmad Hussein – sólo era en los años treinta el jefe de un partido minúsculo, por lo demás atraído por el fascismo. Pero esta tendencia va a reencontrarse presenta en el seno de la agrupación de los oficiales libres que derrocarán al Rey en 1952.
Las ambigüedades del proyecto nasserista son el producto de este retroceso en el debate sobre la naturaleza del reto. Nasser intenta asociar una determinada modernización, una vez más no de pacotilla, basada en la industrialización, en apoyo de las ilusiones tradicionalistas. Poco importa que el proyecto nasserista se inscriba en adelante – o piense que se inscribe – en una perspectiva “socialista”, obviamente desconocida en el siglo XIX. Su atracción por el tradicionalismo sigue estando presente. Sus opciones relativas a la “modernización del Azhar”, de la que hice una crítica, dan testimonio. El conflicto entre las visiones “modernistas, universalistas” de las unas y las “tradicionalistas integrales” de los otros ocupan siempre la primera fila de la escena en Egipto. Las primeras visiones, en adelante son defendidas principalmente por la izquierda radical (en Egipto la tradición comunista, potente en los años de después de segunda Guerra Mundial), oídas por las clases medias ilustradas, los sindicatos obreros y aún más por las nuevas generaciones. El tradicionalismo se deslizó más a la derecha con los hermanos Musulmanes, adoptó de las posiciones extremas de la interpretación más anticuada del Islam, la promovida por Arabia Saudita (el wahabisme).
Se podría sin gran dificultad hacer resaltar el contraste entre esta evolución que encierra Egipto en un callejón sin salida y la vía adoptada por China desde la revolución de los Taipings, retomada y profundizada por el maoísmo: la construcción del futuro pasa por la crítica radical del pasado. “La aparición” en el mundo moderno y, por consiguiente, el despliegue de respuestas eficaces al reto, incluido el compromiso en la vía de la democratización cuyas directrices propondré más abajo en este texto, están condicionadas por la negativa a hacer del tradicionalismo el eje central de la renovación.
No es pues una casualidad si China se sitúa a la vanguardia de los países “emergentes” de hoy. No es una casualidad tampoco que en la región Oriente Medio, sea Turquía y no Egipto, la que forme parte del grupo. Turquía – incluso la del AKP “islamista” – se beneficia de la ruptura que el kemalismo había constituido en su tiempo. Pero la diferencia entre China y Turquía sigue siendo decisiva: la elección “modernista” de China se inscribe en una perspectiva que querría ser “socialista” (y China está en conflicto con el hegemonismo de los Estados Unidos, es decir, con el imperialismo colectivo de la Tríada), una perspectiva que conlleva oportunidades de progreso, mientras que la elección de la “modernidad” de la Turquía contemporánea, que no se imagina salir de la lógica de la universalización contemporánea, no tiene futuro. Su éxito aparente es solo provisorio.
La asociación entre la tendencia modernista y la tendencia tradicionalista se encuentra en todos los países del gran Sur (la periferia), obviamente en distintas fórmulaciones. La confusión producida por esta asociación encuentra una de sus manifestaciones más estridente en la profusión de los equivocados discursos relativos “a las formas pretendidamente democráticas del pasado”, puestas por las nubes sin ninguna crítica. La India independiente hace así el elogio de los “panchayat”, de los musulmanes de la “shura”, los africanos “del árbol de la palabra”, como si estas formas de vida social del pasado tuviesen algo que ver con los retos del mundo moderno. ¿La India es la mayor democracia (por el número de los electores) del planeta? O esta democracia electoral sigue siendo una farsa mientras no haga una crítica radical al sistema de castas (completamente heredado del pasado) que llegue hasta el fondo: la abolición de las castas. El “shura” sigue siendo el vehículo de la aplicación de la Sharia, que interpretado en su sentido más reaccionario, es enemigo de la democracia.
Los pueblos de América Latina se enfrentan hoy con ese mismo problema. Se comprende sin dificultad la legitimidad de las reivindicaciones “indigenistas”, en cuanto se toma conciencia de lo que fue el colonialismo interno ibérico. Sin embargo algunos de estos discursos en favor de los indígenas son poco críticos sobre los avatares sufridos por ellos en el pasado. Pero otros lo son y hacen avanzar conceptos que asocian de una manera radicalmente progresista las exigencias universalistas y el potencial representado por la evolución de las herencias del pasado. Los debates bolivianos están probablemente sobre este plan de una gran riqueza. El análisis crítico de los discursos en favor de los indígenas en cuestión, hecho por François Houtart (El concepto de Sumai Kwasai) enciende nuestras linternas. La ambigüedad es aclarada por este estudio notable que examina lo que me parece constituir la totalidad probable de los discursos sobre el tema.
La contribución –negativa- del tradicionalismo en la construcción del mundo moderno tal como es no es exclusividad de los pueblos de la periferia. En Europa, más allá de su parte noroeste, las burguesías eran demasiado débiles para comprometerse en revoluciones como en Inglaterra o en Francia. El objetivo “nacional” –particularmente en Alemania e Italia, pero más tarde más allá hacia el Este y el Sur del continente –sirvió como medio de movilización y de excusa con compromisos semi burgueses, semi “antiguo régimen”. El tradicionalismo movilizado acá no fue “religioso” sino “étnico”, fundado sobre una definición etnocentrista de la nación (Alemania) o la lectura mitológica de la historia romana (Italia). El desastre está allí -el fascismo y el nazismo- para ilustrar el carácter archireaccionario, ciertamente antidemocrático, del tradicionalismo en sus formas “nacionales”.
La alternativa universalista : la democratización auténtica e integral y la perspectiva socialista
Hablaré aquí de democratización y no de democracia. Esta última, reducida como lo está a las fórmulas impuestas por los poderes dominantes, es una farsa, como he dicho. La farsa electoral produce un Parlamento “falso” e impotente, el Gobierno sólo es responsable ante el FMI y la OMC, es decir, los instrumentos de los monopolios de la tríada imperialista. La farsa democrática entonces es completada por el discurso “derechos del homínido” que hace hincapié en el respeto del derecho a la protesta, a condición de que ésta no pueda estar en condiciones de cuestionar el poder supremo de los monopolios. Más allá se la criminaliza, asociándolo al “terrorismo”. La democratización, concebida en contrapunto como integral, es decir, que concierne a todos los aspectos de la vida social, incluida por supuesto la gestión de la economía, no puede ser sino un proceso sin final ni fronteras, el producto de las luchas y de la imaginación inventiva del pueblo. La democratización sólo tiene sentido, de autenticidad, si moviliza estas potencias inventivas, en la perspectiva de la construcción de una fase más avanzada de la civilización humana. No puede pues encerrarse en un formulario (“blue print”) listo para usar. Pero no sigue siendo menos necesario proponer las directrices del movimiento en su dirección general y en la definición de los objetivos estratégicos posibles en cada etapa. La lucha por la democratización es un combate. Exige pues movilización, organización, selección de las acciones, v

Últimas Notícias