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El ciclo dependiente cuarenta años después

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Por IELA em 22 de maio de 2018

El ciclo dependiente cuarenta años después

Claudio Katz – Argentina

En los años 80 Marini estudió el ciclo dependiente de las economías latinoamericanas. Evaluó la crisis de la industrialización y los desequilibrios comerciales, financieros y productivos de la región (Marini, 2012: 21-23).
Cuarenta años después las mismas contradicciones reaparecen en un nuevo escenario de retroceso fabril, explotación regresiva de los recursos naturales y fragilidad financiera.
En este contexto, los contrapuntos con el Sudeste Asiático sustituyen las viejas comparaciones con el capitalismo metropolitano. Cobran también relevancia los estudios de países que manejan la renta de sus exportaciones primarias. El papel de China despierta más atención que la dominación estadounidense y el devenir de Brasil ya no suscita tanto interés.
Además, se han disipado las expectativas desarrollistas en las burguesías latinoamericanas y despuntan nuevas caracterizaciones del funcionariado. Estos cambios alteran significativamente la temática tradicional de la teoría marxista de la dependencia e inducen a discutir modificaciones o ampliaciones de esa concepción.
Tensiones y crisis
El pensador brasileño asoció los desequilibrios de la industrialización latinoamericana con el intercambio desigual y la especialización en la provisión de materias primas. Estimó que el desarrollo fabril de Brasil, México y Argentina no erradicaba el drenaje de recursos. Al contrario, reproducía esa adversidad al interior de la actividad manufacturera (Marini, 1973: 16-66).
Con esa mirada postuló la existencia de un ciclo dependiente que impedía la repetición del desarrollo protagonizado por las economías centrales. Describió esa obstrucción en las distintas fases de la acumulación, utilizando un modelo inspirado en los esquemas expuestos en El Capital, para ilustrar la secuencia temporal de la acumulación (Marx, 1973: T II, 27-47).
El teórico de la dependencia retrató cómo los recursos financieros (capital-dinero) se transformaban en insumos para la industria (capital-mercancía), que facilitaban la superexplotación de los trabajadores (capital-productivo). Analizó detalladamente las tensiones suscitadas por ese proceso (Marini, 2012: 23-35).
Observó que la preeminencia del capital extranjero incentivaba la transferencia de valor al exterior (royalties, patentes, utilidades), limitando el alcance de la acumulación. Señaló que las firmas multinacionales complementaban esa absorción con la obtención de enormes lucros derivados de los subsidios, las exenciones impositivas y la provisión de maquinaria obsoleta. Estimó que la adquisición foránea de insumos y equipos aumentaba la pérdida de divisas.
Pero su principal foco de estudio se ubicó en la fase productiva. Indagó cómo las grandes empresas obtenían ganancias extraordinarias, remunerado a los trabajadores por debajo del promedio abonado en las economías centrales. Destacó que ese achatamiento de los salarios se afianzaba con el uso de tecnologías capital-intensivas, que creaban poco empleo y perpetuaban el ejército de desocupados. Añadió que los capitalistas locales reforzaban la extracción de plusvalía, para compensar su debilidad frente a los competidores externos (Barreto, 2013).
De esas peculiaridades del ciclo dependiente Marini dedujo la existencia de dos crisis específicas de la periferia industrializada. Por un lado, destacó que la hemorragia de divisas provocaba una ruptura del equilibrio, entre los componentes que sostenían la acumulación (desproporcionalidades) (Marini, 1994). Reformuló en esos términos marxistas la lectura heterodoxa de los desequilibrios de la balanza de pagos. Como la industria no genera los dólares necesarios para importar sus insumos y equipos, el periódico estrangulamiento del sector externo ahoga el nivel de actividad.
El pensador dependentista ubicó un segundo tipo de crisis en la esfera del consumo. Señaló que los bajos salarios recortaban el poder adquisitivo, bloqueando la realización del valor de las mercancías. Entendió que ese impedimento limitaba la gestación de una norma de consumo masivo semejante a la existente en las metrópolis. Estudió la segmentación de compras entre las elites y los sectores populares, destacando las diferencias con la canasta de consumos vigente en las economías avanzadas. Entendió que un bien-salario en el centro era equivalente a un bien-suntuario en la periferia.
Su descripción de esas crisis combinadas de acumulación y retracción del poder adquisitivo clarificó muchas tensiones de las economías latinoamericanas (Marini, 2013). Consideraba que las crisis de valorización (tendencia decreciente de la tasa de ganancia) afectaban de lleno a las metrópolis y que las modalidades de realización (fracturas entre la producción y el consumo) golpeaban con mayor severidad a los países subdesarrollados. Con esos señalamientos sintetizó su evaluación del capitalismo dependiente.
Regresión industrial, obstrucción al consumo
El economista brasileño introdujo una noción (“patrón de reproducción”), que fue muy utilizada posteriormente para caracterizar el retroceso de la industria regional (Marini, 1982). Esa regresión es un dato perdurable de las últimas décadas y modifica algunos efectos de sus diagnósticos.
El peso del sector fabril en el producto latinoamericano descendió del 12,7% (1970-74) al 6,4% (2002-06). La densidad industrial por habitante -que mide el valor agregado por esa actividad en el PBI per cápita- decayó en forma igualmente significativa (Salama, 2017a). La industria regional ha quedado confinada a los eslabones básicos de la cadena global de valor. Su participación en la elaboración o diseño de nuevos bienes es insignificante y se limita a reproducir las mercancías ya estandarizadas.
En Brasil el aparato industrial ha perdido la dimensión alcanzada en los años 80. La productividad se estanca, el déficit externo se expande y los costos aumentan con el deterioro de la infraestructura de energía y transporte. Por eso el país afronta un visible retroceso en las exportaciones de alta y mediana tecnología (Salama, 2017b).
Un declive mayor padece la industria argentina. La recuperación de la última década no revirtió la sistemática caída desde los años 80. Persiste la alta concentración en pocos sectores, el predominio extranjero, la oleada de importaciones y la baja integración de componentes locales. Además, el déficit comercial aumenta al compás de crecientes adquisiciones externas de insumos y equipos (Katz, 2016: 159-170).
México aparenta otro status por la sostenida expansión de sus maquilas. Pero esos emprendimientos sólo ensamblan partes, en función de los requerimientos económicos estadounidenses. Desenvuelven actividades básicas con poco efecto multiplicador sobre el resto de la economía y esa endeblez explica el bajo crecimiento del PBI azteca (Schorr, 2017: 9-16).
En la variante brasileña o argentina de explícita caída o en la modalidad más engañosa de México, el retroceso fabril latinoamericano suscita generalizados diagnósticos de “desindustrialización”.
Ese retroceso difiere de la deslocalización imperante en las economías avanzadas por su carácter precoz. Refleja la declinación de un sector antes de haber alcanzado su madurez (Salama, 2017b). En la medida que el sector fabril no desaparece, la “desindustrialización” podría ser un término controvertido. Pero remarca el indudable achicamiento de esa actividad y su especialización en procesos muy elementales. Cualquiera sea la denominación utilizada, la industria latinoamericana padece una cirugía más dramática que las tensiones descriptas por Marini.
El empobrecimiento que acompaña a esa regresión industrial ha potenciado, además, la contracción del poder adquisitivo. La pérdida de puestos de trabajo en la industria no es compensada con el crecimiento de servicios que multiplican la informalidad.
El declive de la industria diluye las tradicionales mejoras del consumo que generaban los incrementos de la productividad fabril. El esquema fordista de masificación de las compras se asentó en el pasado y pierde posibilidades de aparición en el actual escenario de asistencialismo, desamparo y precarización del empleo.
Ya en los años 60 la acotada escala de la clase media limitaba la ampliación del consumo. Ese sector aglutinaba más pequeños comerciantes y cuentapropistas que profesionales o técnicos calificados. En la última década resurgió una expectativa de irrupción de ese segmento social, pero su efectiva presencia fue sobre-dimensionada, olvidando que la enorme desigualdad imperante en América Latina obstruye ese despegue.
La expansión de la clase media supone incorporar nuevos bienes de educación, salud o vivienda al gasto corriente. No es equivalente al incremento del crédito o el endeudamiento. Es por eso erróneo presentar a Brasil como una nación de clase media. La gran adquisición de celulares o computadoras, no modifica la posición 84 que ocupa ese país en el índice mundial de desarrollo humano.
La magnitud de la clase media no se define fijando el número de perceptores de cierto ingreso, sino evaluando la dimensión de ese sector en relación a los grupos sociales más enriquecidos o empobrecidos (Adamovsky, 2012). Su estrecha escala mantiene el patrón dualizado de consumo que Marini atribuyó al ciclo dependiente.
Efectos del extractivismo
La tecnificación y capitalización del agro han introducido importantes cambios en la economía latinoamericana. El agrobusiness reforzó la gravitación de los cultivos orientados por la demanda externa en desmedro del abastecimiento local.
La misma especialización se verifica en la minería y en las explotaciones a cielo abierto que promueven las empresas transnacionales. Obtienen cuantiosas ganancias, tributan bajos gravámenes y generalizan las calamidades ambientales.
Ese modelo de extractivismo exportador refuerza la preeminencia de las actividades primarias, a costa de la producción manufacturera centrada en el mercado interno. La renta derivada de la propiedad de los recursos naturales tiene mayor relevancia que las ganancias surgidas de la inversión fabril.
Las grandes firmas priorizan la apropiación de un excedente que remiten al exterior, recreando la tónica del ciclo dependiente. Ese drenaje combinado con la creciente apertura comercial multiplica las tensiones que entrevieron los teóricos de la dependencia.
El modelo actual acentúa la atadura de todas las economías al vaivén internacional de precios de las materias primas y torna más volátil el nivel de actividad. El PBI de Argentina, por ejemplo, se contrajo y expandió significativamente en 12 oportunidades en los últimos 35 años. El mismo vaivén presentó en Brasil una intensidad inferior. Esas oscilaciones obstruyeron en los dos países la continuidad de la acumulación, generando pocas inversiones, elevados costos financieros y frecuentes crisis (Arriazu, 2015).
En los períodos de valorización exportadora las divisas afluyen, las monedas tienden a apreciarse y el gasto se expande. En las fases opuestas emigran los capitales, decrece el consumo y se deterioran las cuentas fiscales. En el pico de esa adversidad irrumpen las devaluaciones y los ajustes. La renovada gravitación de las actividades primario-exportadoras potencia los efectos de ese ciclo comercial.
Las fluctuaciones también magnifican el endeudamiento. En las fases de vacas gordas, los capitales ingresan para lucrar con operaciones financieras de alto rendimiento. En los periodos opuestos irrumpe el riesgo de inminentes convulsiones y se generaliza la fuga de fondos. Las refinanciaciones compulsivas, moratorias y cesaciones de pagos legadas por el endeudamiento desembocan en crisis más profundas, que las registradas por Marini.
Esas turbulencias potencian el déficit estructural de divisas que acosa a la industria. La misma secuencia observada en los años 60 asume otra magnitud. La actividad fabril depende de un sector rentista más reacio a suministrar los dólares, que necesita el sector manufacturero para afrontar sus importaciones. La competencia de productos foráneos acentúa esa vulnerabilidad.
Los dos tipos de crisis que conceptualizó Marini resurgen con mayor virulencia. La carencia de divisas amplía las desproporcionalidades y la retracción del poder de compra agrava el ahogo del consumo.
Estas tensiones son frecuentemente contrarrestadas con endeudamiento, política fiscal y manejos monetarios. Pero la regresión industrial y el extractivismo reducen los márgenes de esa intervención estatal. El diagnóstico dependentista se corrobora en un escenario más tormentoso.
Ciclo y crisis
Marini evaluó lo ocurrido durante la sustitución de importaciones (1935-1970), cuando la industria llegó a expandirse a la producción pesada sin resolver su periódico estrangulamiento externo.
Ese modelo se desmoronó en los años 80 bajo el impacto de una “década perdida” de endeudamiento e hiperinflación. El ajuste fiscal para contener ese desmadre desembocó en un prolongado estancamiento y el PBI regional recién recuperó en 1994 su nivel de 1980. Lo mismo ocurrió con los promedios de pobreza (Salama, 2017a). Los pagos de la deuda absorbieron entre el 2 y el 7% del producto, recreando la aguda des-acumulación cíclica que padece el capitalismo dependiente.
En los años 90 debutó el neoliberalismo con políticas económicas de convertibilidad, dolarización y altas tasas de interés. Posteriormente se concretó la privatización, reestructuración productiva y extranjerización de los sectores estratégicos de la economía. Estas medidas profundizaron la vulnerabilidad descripta por el teórico de la dependencia.
El libre movimiento de capitales abrió las compuertas para una inédita escala de especulación financiera y la reducción de aranceles agravó el déficit comercial de la industria. La desigualdad social y el empobrecimiento coronaron esa regresión, acentuando la periódica contracción del consumo. Estas experiencias neoliberales fueron clausuradas con la caída de varios gobiernos y el inicio del llamado “ciclo progresista” en Sudamérica.
En el comienzo del nuevo siglo reapareció el neo-desarrollismo, con estrategias para superar el atraso económico basadas en auxilios estatales, bajas tasas de interés y tipos de cambio competitivos. A diferencia del pasado esa política no intentó erradicar el esquema agro-minero exportador. Buscó alianzas con los protagonistas de ese modelo, rechazó parcialmente el proteccionismo y estrechó vínculos con las empresas transnacionales. Con ese perfil conservador priorizó la política macroeconómica y omitió las transformaciones estructurales (Katz, 2016: 139-157).
Pero ese ensayo volvió a depender de la coyuntura internacional y sólo hubo bonanza mientras prevaleció la valorización de las materias primas. En la fase favorable se redujo el endeudamiento, emergió cierto superávit comercial y se recompuso parcialmente la industria. El crecimiento se sostuvo con la afluencia de dólares.
Como los cimientos del subdesarrollo permanecieron intactos, el fin de las vacas gordas recreó la crisis. En el principal experimento neo-desarrollista (Argentina), el incentivo estatal al consumo dejó de funcionar cuando reaparecieron la alta inflación y el déficit fiscal. El mismo declive se verificó en Brasil.
La reproducción dependiente atada a la afluencia y salida de divisas volvió a bloquear el crecimiento sostenido, pero con márgenes inferiores para el intento reindustrializador. La regresión fabril, el extractivismo y el predominio de sectores rentistas achicaron ese espacio. Las mismas limitaciones afectaron la capacidad de los estados para revertir la exclusión social.
Actualmente la restauración conservadora en Argentina y Brasil y el continuismo neoliberal en México renuevan a pleno el ciclo dependiente. Los mismos desequilibrios de balanza de pagos y asfixia del consumo resurgen a una escala superior. Las tesis de Marini se verifican con el mismo dramatismo que en el pasado. Pero esta constatación es sólo el punto de partida para reevaluar su enfoque.
El contraste con Corea
Demostrar que la Teoría Marxista de la Dependencia se corrobora en América Latina es relativamente sencillo. Pero extender esa verificación a otras latitudes es más complejo. La mundialización neoliberal no recrea simplemente las viejas brechas entre el centro y la periferia. Introduce novedosas bifurcaciones en ambos polos.
Ese tipo de fracturas separa especialmente a Latinoamérica del Sudeste Asiático. Dos zonas que compartían el mismo status relegado han seguido trayectorias opuestas. El estancamiento de la primera región contrasta con el crecimiento de la segunda.
El contrapunto con Corea del Sur es particularmente llamativo, tanto en la productividad fabril como en la densidad industrial (peso del sector manufacturero en el PBI). En ambos planos se ha registrado un enorme distanciamiento de Brasil y Argentina.
El contraste con las maquilas es también evidente en el valor agregado a los productos. Esa diferencia retrata la reducida competitividad del modelo mexicano, que combina excedentes formales con Estados Unidos con enormes desbalances en las transacciones con Oriente (Salama, 2012b).
La explotación diferenciada de la fuerza de trabajo es la principal explicación de la brecha que alejó al Sudeste Asiático de América Latina. Las primeras caracterizaciones marxistas subrayaban ese dato. Contrastaban el infierno fabril coreano de los años 60-70, con las conquistas obtenidas por los trabajadores latinoamericanos (Tissier, 1981). Esa combatividad explica la persistencia de la desconfianza inversora de las transnacionales, cuando en la década siguiente el promedio salarial se equiparó en ambas regiones.
La preferencia de los capitalistas por Corea del Sur tuvo además una raíz geopolítica, en el papel jugado por las dictaduras de ese país en la contención de la revolución china. El gran financiamiento estadounidense se afianzó también durante la guerra de Vietnam. La respuesta imperial a la revolución cubana fue muy diferente en América Latina.
En el nuevo siglo las brechas de costos salariales se modificaron. Al cabo de un prolongado proceso de acumulación, las diferencias de productividad de Corea con sus pares latinoamericanos son más significativas que las divergencias de salarios.
Ese cambio ilustra la brecha de desarrollo. Mientras que la inversión real por trabajador en Brasil (2010) está ligeramente por debajo del nivel de 1980, su equivalente en Corea se multiplicó por 3,6 veces (Salama, 2012a). El mismo contraste se verifica en los coeficientes que miden la participación de cada economía, en las cadenas globales de valor.
Pero en la actualidad ya no alcanzan las comparaciones precedentes. Corea ha quedado integrada al eslabón superior de un vasto entramado asiático de globalización productiva. Ese conglomerado se recicla en bloque, recreando la ventaja comparativa de una fuerza de trabajo abaratada. Sucesivas ondas de expansión fabril han diversificado ese incentivo a los capitalistas, mediante la extensión de formas brutales de sujeción de los trabajadores a nuevos países (Tailandia, Filipinas, Bangladesh, etc).
La explotación de ese contingente obrero incluye crecientes modalidades de flexibilización. Las empresas asiáticas aventajan especialmente a sus pares de América Latina en la subcontratación. Combinan tecnologías digitales, transportes abaratados y comunicaciones extendidas con precarización, segmentación y tercerización de la actividad laboral.
América Latina era funcional al viejo modelo sustitutivo de importaciones y el Sudeste Asiático optimiza la actual internacionalización de la producción. La preexistencia de cierto mercado interno era ventajosa para la industrialización de posguerra, pero es inconveniente para un modelo fabril orientado por las exportaciones. La parquedad de los consumos locales se ha convertido en un activo de estos esquemas.
También ha cambiado el rol de Estados Unidos. Su predominio industrial complementaba en el pasado el despegue manufacturero latinoamericano. Por el contrario en la actualidad, las firmas transnacionales compensan el declive industrial de la metrópoli con la instalación de plantas en Asia. En este nuevo contexto la reducción coyuntural de los salarios latinoamericanos ya no es suficiente para reiniciar la inversión. La receta que aplicaba Brasil no funciona.
Como el modelo precedente continúa gravitando en Sudamérica, el proteccionismo supera los promedios asiáticos. Pero la eliminación de esos resguardos demolería por completo la estructura fabril. Ese dramático dilema impone el capitalismo neoliberal a la Argentina y Brasil.
América Latina no puede incorporarse al tipo de economías que integra Corea. Ese grupo incluye una veintena de países con ocho naciones que reúnen al grueso de los asalariados. Desde los años 80 este nuevo mapa del proletariado ha duplicado la fuerza de trabajo conectada con la economía global (Smith, 2010: 111-113). Argentina, Brasil y México no tienen cabida en ese circuito.
La brecha se profundiza, además, por la retención asiática de porciones significativas de la plusvalía. En América Latina se afianza por el contrario el drenaje de valor hacia las metrópolis. La acotada expansión del consumo interno coreano también contrasta con el agudo deterioro del poder adquisitivo en el Nuevo Mundo. En síntesis: la plena continuidad del ciclo dependiente no se extiende en los términos estrictos de Marini al universo del Asia-Pacífico.
Otras interpretaciones
Nuestra caracterización del modelo dependentista rivaliza ventajosamente con otras explicaciones del contrapunto entre América Latina y el Sudeste. La visión neoliberal atribuye esa bifurcación a la apertura comercial que consumó Oriente y rehuyó Latinoamérica. Estima que ese giro le permitió a las economías asiáticas mejorar su asignación de recursos y aprovechar sus ventajas comparativas.
Pero en los dos casos hubo reducción de aranceles. La diferencia radicó en los bienes importados en cada caso. La inundación de productos de consumo que padeció América Latina contrastó con la adquisición de equipos por parte de Corea. La existencia de condiciones de explotación del trabajo más favorables al capital apuntaló ese sendero productivo.
Los ortodoxos ponderan esa asimetría reivindicando el “arbitraje salarial global”, que premia a las regiones con menores costos laborales para desenvolver tareas semejantes. Pero esas actividades no se concretan con objetos inanimados. El “arbitraje” selecciona distintos grados de sometimiento de los asalariados.
Los economistas heterodoxos impugnan la interpretación neoliberal del crecimiento oriental. Demuestran la falacia de la apertura comercial, ilustrando el cúmulo de tarifas, reglamentaciones financieras y subsidios a la exportación que rige en Corea (Gereffi, 1989).
Pero exaltan ese modelo contraponiéndolo a la pasiva adaptación de América Latina al mercado mundial. Consideran que ese amoldamiento impide aprovechar las oportunidades de la globalización (Bresser Pereira, 2010: 119-143).
Con ese razonamiento ubican todos los obstáculos al desarrollo latinoamericano en el plano interno. Olvidan que la división internacional del trabajo impide la libre elección de un destino. Si los países pudieran definir su propio devenir, todos optarían por Suiza y ninguno por Mozambique.
El capitalismo no es un campo abierto a la prosperidad de los más avispados. Es un orden estratificado que inhibe el bienestar colectivo. Como no hay lugar para todos, el desarrollo de cierta economía se consuma a costa de otra.
En cada etapa del sistema hay regiones favorecidas y penalizadas por la dinámica de la acumulación. Esa selección no es un menú a disposición de los distintos países. Para el Sudeste asiático no era factible imitar a Latinoamérica en los años 60 y la misma imposibilidad se reproduce actualmente en forma inversa.
El Nuevo Continente carece de un soporte laboral semejante a Oriente y no se amolda a las conveniencias de las empresas transnacionales. Corea se insertó en la mundialización sin cargar con la mochila de una industria obsoleta.
La heterodoxia supone que el avance de cualquier economía emergente depende de su captura de actividades complejas en la cadena de valor (Milberg, 2014: 164-168). Afirma que la fabricación debe suceder al ensamblaje hasta llegar a una producción original (Gereffi, 2001). Reconoce que las firmas ubicadas en la cabeza de ese proceso se adueñan del grueso del excedente y propugna cambiar esa distribución.
Sin embargo elude registrar que la creciente captura de valor exige mayor extracción de plusvalía. Esa omisión se verifica en la equivalencia que traza entre el salario, la productividad y la política cambiaria en la determinación de las estrategias de desarrollo. Desconoce que esas tres dimensiones no son equiparables. La sujeción del trabajador a un tipo de remuneraciones es un presupuesto de cualquier decisión de inversión. El marxismo dependentista resalta este dato soslayado por la heterodoxia.
Otras comparaciones
Corea no tuvo que lidiar con los problemas de apreciación cambiaria que sufren las economías exportadoras de recursos naturales. Se amoldó a la nueva etapa del capitalismo, sin afrontar esa vieja adversidad de los países medianos de América Latina. En esta última región la preeminencia de rentas agro-exportadoras disuade la inversión fabril.
Desde mitad del siglo XX Argentina, Brasil y México intentaron canalizar ese excedente hacia la actividad industrial. Pero los conflictos que suscitó esa estrategia bloquearon su implementación.
Muchos debates de los años 60-70 evaluaban el uso productivo de la renta. Los teóricos de la dependencia proponían capturar ese excedente con puniciones estatales a los privilegios de la oligarquía. Esas iniciativas eran detalladas con más precisión por las corrientes endogenistas del marxismo. Marini enfatizaba el drenaje externo y no tanto la dilapidación interna de los recursos requeridos para el desarrollo. Ponía más atención en la plusvalía expropiada a los asalariados, que en la renta manejada por los latifundistas.
En esa época despuntaron las primeras discusiones sobre la internacionalización financiera de la renta. El principal debate giró en torno al carácter de la OPEP. La sugerencia que los integrantes de ese cartel podían sustraerse de la dependencia (Semo, 1975: 92-100), fue objetada por una aguda exponente del dependentismo (Bambirra, 1978: 39-45). La evolución posterior de las economías exportadoras de petróleo confirmó esa crítica. El subdesarrollo continuó imperando en los países árabes, africanos y asiáticos que integraron ese organismo.
Pero ese resultado no despejó los enigmas creados por las economías que aprovecharon la renta para su desenvolvimiento. Esa problemática ha despertado creciente interés en los últimos años. Algunos estudios resaltan lo ocurrido en Noruega o Australia y contrastan su evolución con Argentina. Con algunas prevenciones, esa comparación podría extenderse a Brasil o México.
Una nación del norte europeo y otra de Oceanía se especializaron en la exportación de materias primas, expandiendo al mismo tiempo ciertos servicios e industrias intensivas (Schorr, 2017: 29-31). A diferencia de los gobiernos latinoamericanos liberales (que dilapidaron la renta) o desarrollistas (que fracasaron en transformarla en acumulación), canalizaron ese recurso hacia cierto desenvolvimiento.
Una combinación de condiciones objetivas y comportamientos de las clases dominantes determinó ese curso. Noruega y Australia concentran sus cuantiosas riquezas en energía y minerales y cuentan con una dotación per cápita de esos acervos muy superior a sus potenciales pares de América Latina.
Noruega es un típico caso de altísima renta con escasa población. Usufructúa de un patrón de rentas parecido al imperante en los refugios de los bancos (Suiza) o en los receptores de turistas (islotes del Caribe).
Con cinco millones de habitantes ocupa el primer puesto en el índice de Desarrollo Humano. Exhibe, además, una peculiar historia de acotados conflictos políticos y gran preeminencia del gasto social. Cuando en los años 60 comenzó a explotar el petróleo, ya era un país productivamente diferenciado con cierto nivel de industrialización.
Esa trayectoria explica cómo pudo contrarrestar la apreciación exportadora del tipo de cambio, mediante la regulación estatal de la renta. Logró esa reinversión productiva desde un status económico ya integrado a las principales metrópolis del Viejo Continente.
También Australia presenta llamativas singularidades. Tiene una densidad demográfica inferior a la Argentina y un porcentaje superior de recursos naturales por habitante. Transitó por un proceso de sustitución de importaciones, pero se especializó en exportaciones primarias y productos de bajo contenido tecnológico.
La proximidad con el Sudeste Asiático fue determinante de esa reconversión. Además, su economía siempre fue ajena a la complementariedad agrícola (y consiguiente rivalidad), que mantuvo Argentina con Estados Unidos (Schteingart, 2016).
En el plano interno Australia ha preservado una estructura relativamente igualitaria y nunca afrontó las tensiones sociales de cualquier país sudamericano. Contó con una gran financiación externa por su activa participación en la guerra fría. La relación privilegiada con Inglaterra evolucionó hacia una estrecha asociación imperial con Estados Unidos (DSP, 2001). Comparaciones del mismo tipo podrían extenderse a Canadá.
Las diferencias de esos países con América Latina no invalidan el contrapunto. Esa contraposición abre un importante campo de estudios para la teoría marxista de la dependencia. Es decisivo evaluar cómo impacta el manejo de la renta sobre el desarrollo.
La relación con China
El gran salto registrado en el intercambio comercial con China ilustra otra dimensión contemporánea de la dependencia. El total de transacciones pasó de 10.000 millones (2000) a 240.000 millones de dólares (2015), bajo un signo de total asimetría. La región exporta simples materias primas a cambio de manufacturas (Emmerich, 2015).
China no sólo provee bienes industriales. También arrebata a América Latina los mercados de esos productos. La gravitación del flujo comercial entre ambas regiones es totalmente desigual. Mientras que México y Brasil se ubican entre los 25 principales importadores de mercancías chinas, sus ventas sólo representan el 1% de las adquisiciones de la nueva potencia (Salama, 2012b).
El nuevo coloso expande también sus inversiones en forma vertiginosa, sin ninguna consideración inversa hacia las empresas Mutilatinas. Todos sus emprendimientos se concentran en la captura de recursos naturales. Aporta fondos para prospecciones petroleras, perforaciones mineras y proyectos agrícolas. Mejora los puertos y las rutas para garantizar el transporte de los bienes primarios. Pero siempre impone estrictas cláusulas de provisión de insumos y nunca contempla transferencias de tecnología.
China impulsa, además, convenios de libre-comercio para asegurar su predominio. Con el logrado status de “economía de mercado” bloquea cualquier protección local al ingreso de sus productos. Resguarda esa expansión con préstamos, que ya superan el monto otorgado por los dos tradicionales financiadores de la economía latinoamericana (FMI y Banco Mundial). Sólo África compite en subordinación al nuevo mandante económico.
Ese sometimiento corona una asombrosa disparidad de trayectorias, que se verifica en la comparación de Brasil con China. El ingreso per cápita de ambos países se ubicaba en 1980 en 4.809 y 306 dólares respectivamente. En 2015 los dos guarismos se situaron en 15.614 y 14.107 dólares. Esta impresionante equiparación ilustra el irrisorio avance de Brasil (3,25 veces) frente al espectacular salto de China (46 veces) (Salama 2017a).
La misma brecha se observa en el ranking mundial de exportaciones. El gigante asiático ocupa actualmente el primer lugar, luego de figurar en el pelotón de los 50 participantes de esa actividad. En cambio Brasil ha retrocedido al renglón 25, después de haber alcanzado el puesto 16 (Salama 2012b). La disparidad es mucho más significativa en la incidencia de ambas economías en la cadena global de valor.
Todos los datos confirman el lugar económico dominante de China en América Latina. Su presencia no es comparable a ninguno de los países contrastados con Brasil, México o Argentina. Se ubica en un estrato muy diferente a Corea del Sur, Australia o Noruega. Ha comenzado a desenvolver con la región una relación más comparable con las viejas metrópolis europeas o con Estados Unidos.
Ciertamente su presencia desafía la dominación de la primera potencia. Pero hasta ahora es una amenaza más económica que geopolítica. No proyecta su impresionante

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