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El racismo frente al espejo

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Por IELA em 12 de maio de 2021

El racismo frente al espejo

 

Nos hemos acostumbrado a la imagen de un racismo explícito. Desde el apartheid sudafricano, de estilo directamente colonial, hasta las leyes llamadas Jim Crow en el Sur de los Estados Unidos, que buscaban prolongar, legal y artificialmente, la esclavitud de los descendientes de africanos. Pero también se sabe que la violencia del racismo viene variada, en formas sutiles, que azotan igual y consiguen un sometimiento a través de una herida emocional.
A diferencia de la brutalidad abierta, sobretodo en sociedades de origen anglosajón y religión cristiana versión protestante, de dividir a la población en 2 mitades donde una está por encima de la otra, existe otra variante del racismo, dirigido hacia el espejo, o para el caso, frente a los más parecidos a uno.
En esta vecindad de países latinoamericanos construídos como segundo tiempo del dominio colonial, el desprecio y violencia recibidos por indígenas y africanos corrían paralelos a una visible mezcla de pueblos y grupos. Por sometimiento, por violación contra población esclava,  por acercamientos o matrimonios iniciales entre conquistadores-funcionarios castellanos solitarios y familias locales. Por supuesto, en una relación vertical.  Mezcla que ha ocurrido siempre, además:  todo el mundo se ha mezclado desde el inicio, no hay grupos puros, ni en las poblaciones indígenas compuestas de diferentes pueblos en constante movimiento, ni en la población africana que vino al continente a la fuerza, en desordenado y trágico tránsito. Ni siquiera en los castellanos y portugueses, provenientes de un Mediterráneo donde confluían viajeros y comerciantes de Oriente, Medio Oriente y África. Los castellanos, por ejemplo,  provenían de la pelea entre pueblos visigodos contra los 8 siglos de dominación e influencia musulmana (para hacerse una idea, son 4 veces la vida de las repúblicas criollas sudamericanas).
Pero quería referirme a este racismo frente al espejo o dirigido al más próximo o semejante.
Recuerdo que en los libros de historia (oficial) en el colegio, se instituía la idea de que el mestizo era el llamado a ser el peruano del futuro, como si no lo hubiese ya sido antes. Se le presentaba como una combinación 50-50 de descendientes de españoles con “indios” o pueblos originarios, proporción que, además, nunca existió. En esta idea de un mestizaje iniciado solamente desde la dominación colonial, una mezcla local entre componentes puros que se diluírian entre sí,  va implícita una apuesta de mejoramiento dentro de una escala de valores. Pues hay un abanico de matices entre lo europeo “blanco” y el extremo donde estarían colocados los demás pueblos de piel más oscura, y en donde el signo + se refiere a la cercanía al ideal europeo, y el signo – a los descendientes de pueblos originarios y de esclavos africanos e inmigrantes asiáticos. Un esquema que se maneja desde los sistemas de seguridad y las miradas sospechosas desde la clase media., hasta los ideales estéticos.
En este racismo frente al espejo, siempre hay alguien más “indio” que uno, o también alguno con más elementos aislados de “blanco”: pelo ondulado, ojos más claros, nariz respingada, etc. Es un racismo horizontal, pero totalmente antidemocrático y contra los derechos de los demás.  Pariente de esa costumbre de tratar de impedir que los demás sean libres y la pasen bien, tal vez proveniente del mundo judeo-cristiano-musulmán o más bien de la idea de Occidente.
Pero hay un asunto más importante, tiene que ver con la noción de belleza personal. Siendo social, cultural y económicamente deseable tener aspecto europeo, no tenerlo equivale a ser feo/fea.  Por lo general esta noción se maquilla con un pensamiento que se pretende positivo, una especie de gran eufemismo donde la belleza es interior, y vendría por un sentido de dignidad. Aquí me refiero específicamente a la belleza de lo sexy en las personas. La que la publicidad (de los productos y la realidad vendible), la televisión, la prensa,  promocionan con sus modelos en la imaginación colectiva, mientras reprimen la belleza ajena a sus parámetros. Por eso el cabello negro se tiñe de rubio, o más prudentemente, de castaño. O se venía ondulando en permanentes, y hoy se lacia geométricamente. Por supuesto, nada es tan blanco ni tan negro.
Hace 50 años, una modelo de pasarela como Naomi Campbell era impensable. Pero en la vida cotidiana y pública de las ciudades latinoamericanas obviamente se disfrutaba o consumía la belleza no-oficial. Aunque todavía se dice de una belleza amazónica, por ejemplo, que es exótica. Y los modelos de facciones quechuas o mochicas o aymaras, o negroides o tusan o nisei, no se escogen para la publicidad de consumo caro, como automóviles o perfumes. Sino para promoción de programas sociales tipo crédito agrario o productos para tareas domésticas. La belleza es social, y pasajera.  El escritor británico John Berger decía que la felicidad viene en momentos, como fotografías o chispazos. Tal vez sea también el caso de la belleza personal más directa a los sentidos. Instantes de intensa belleza involuntaria en adolescentes  y gente joven de varios aspectos, sin imagen en la publicidad virreynal ni en la barata televisión local.
Se lo pierden todos. Hasta aquí la vida parece ser incesante mezcla, pero para la lógica de la ganancia, la uniformización genera menos costo. El idioma castellano ha sido lengua obligatoria, acá, y en la metrópoli también, hasta hace no mucho; incluso el imperio español impuso, en su estrategia de dominación,  una lengua quechua estandarizada en todo el territorio por encima de las lenguas locales. Lo que hiciera falta para aplastar la diversidad. En la lógica de la ganancia, también este quechua, y el aymara y las lenguas amazónicas, mapuche y aymara deberían perderse, para dar lugar a una trayectoria de progreso y desarrollo monocromáticos. Donde quizás todos se conviertan en occidentales simplemente descargando una aplicación.
 
 
 

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