Um mundo sem lei
Texto: Elaine Tavares
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Cuba: A los 70 años del asalto al cuartel Moncada
Mirados desde lejos, los muros del cuartel Moncada podrían resultar demasiado inexpugnables para concebir un asalto victorioso en plena madrugada, con fuerzas y armas inferiores a las acuarteladas. ¿Fue entonces una misión suicida? ¿Fueron aventureros aquellos jóvenes que emprendieron una acción tan peligrosa? Ambas preguntas podrían haber dejado lugar a duda, de no ser por las respuestas que luego dio la historia para cada una de ellas.
No había, dentro del grupo de jóvenes asaltantes, ninguno que hubiese llegado allí movido por otro sentimiento que no fuera el amor por Cuba y el dolor profundo que sumía a los cubanos, envueltos en una pesadilla de oprobio sin límites. Es cierto que, como todo revolucionario verdadero (luego el Che lo definiría mejor), contemplaban la posibilidad de morir en el intento, pero era mucho más grande la apuesta por la vida y los sueños que la idea desafortunada de caer en combate o, peor aún, la de recibir el trato atroz que les tocó a quienes fueron capturados y luego masacrados.
La extraordinaria sensibilidad humana e inteligencia de Fidel no habría concordado con un plan sin posibilidad alguna de éxito, y mucho menos habría contemplado arriesgar en vano a tan valiosos camaradas, e incluso exponer él mismo su integridad, cuando muy bien sabía que su misión política y sus energías estaban destinadas a empeños mayores.
Su confianza en el éxito y en la repercusión histórica de los acontecimientos predominó en todo momento. Tanto fue así que aquella derrota militar se convirtió en el detonante martiano para sacudir, ya definitivamente, la costra insoportable de la politiquería y el vicio que corroía los cimientos de la nación.
La urgencia de ir al asalto, en inferioridad numérica y corriendo elevados riesgos, la expuso el futuro líder histórico de la Revolución días después de aquel 26 de julio, en su histórico alegato La historia me absolverá: «Parecía que el Apóstol iba a morir en el año de su centenario, que su memoria se extinguiría para siempre, ¡tanta era la afrenta!».
El tiempo para la Revolución había llegado, y dejar que esa madurez histórica pasara inadvertida o postergar el compromiso con la patria, en espera de oportunidades menos riesgosas, significaba una tibieza de carácter completamente ajena a quienes, desde ya, pensaban más en su país que en el confort personal.
Había que asaltar las fortalezas y, con ese acto heroico, sonar la clarinada que trajera de regreso la diana mambisa que ya había guardado silencio por demasiado tiempo. Había que sacudir el alma de una nación que nunca se había conformado con vivir en cadenas, y esperaba impaciente el empujón enérgico de sus mejores hijos.
Sin aquel julio de rojo y negro, sin aquella sangre derramada hace 70 años, la historia no habría estado completa, y el letargo indigno de la seudorrepública habría atenazado la soberanía que, después del Moncada, comenzó a ser una realidad, y que hoy defendemos como el mejor homenaje a los héroes de aquella gesta.
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